martes, 31 de mayo de 2011

A MI AMIGO J.P

Las continuas discusiones acerca de quién era el mejor, hacían que el banco de madera situado en la esquina de la cancha temblara con cada una de nuestras exaltaciones-el mejor sin duda alguna decía J. P- fue el “negro” Pelé. Algunos asentían con la cabeza, otros simplemente reprobaban girando el índice como la aguja de un velocímetro. Mientras tanto yo; me paraba y dejaba bien clara mi posición, y decía como quien tiene algún tipo de autoridad-para mi el más genial fue Maradona- ¡pero tiene vicios¡ gritaban la mayoría en coro--precisamente eso fue lo que lo hizo más genial--argüía yo de nuevo. Y sin discutir lo último todos nos apresurábamos a la cancha para dividir los equipos.
J. P y yo organizábamos las respectivas selecciones. Existía entre nosotros dos una especie de rivalidad, que se agudizaba cuando los dos bandos seleccionados tomaban sus debidas posiciones. Yo me dirigía a la portería y J. P tomaba la pelota para mostrármela como una amenaza o una sentencia de gol que a veces resultaba imposible cumplir y cuando se cumplía J. P celebraba la hazaña con gritos de júbilo y volteretas sobre su propio tronco.

Por fin la pelota comenzaba a rodar-pásala joche, que estoy en posición de gol-gritaba J. P. Pero joche quedaba tendido en el piso con un ataque de risa-- joche que te pasa--todos repetían al unísono--miren nada mas como queda esta pelota después de patearla--decía él, mientras nos la enseñaba--jajaja parece un huevo-gritaba el negrito después de una carcajada, luego de una pequeña pausa continuaba--una pelota de ese estúpido juego gringo--sí, es cierto--se escuchaba una vocecilla ausente.

Al decir verdad la pelota era un tanto particular, a veces se tornaba ovoide, otras veces parecía un útero, y entre más recibía patadas el cúmulo de figuras aumentaban. Pero todo tenía una sana explicación: dicha pelota había sido construida con los retazos de tela que sobraban en el taller de don Vicente Contreras, el sastre del pueblo. El procedimiento era simple. Tomábamos los retazos y hacíamos una especie de envoltorio, que depositábamos al final en alguna media desahuciada. Ese improvisado balón resistiría por lo menos cinco partidos de toda una tarde.

Al día siguiente la rutina sería exactamente la misma.

Pero todo cambió repentinamente aquella tarde del catorce de Julio de 1999. Cuando llegamos a la cancha y encontramos al pueblo reunido como observando un partido, y sus cuerpos alineados marcaban precisamente los limites del campo de juego, todos estaban estáticos con los ojos en un punto fijo--que pasen los señores--se escuchó una voz de mando, que brotaba del interior de la cancha. No pude evitar el temblor en mis piernas, todos con una mirada lánguida y pasos torpes nos dirigimos hacia el interior, por una abertura que el grupo de espectadores había hecho para permitirnos el paso…

Una vez dentro, nos mandaron acomodar en el lado izquierdo de la raya que marca el centro, mientras ellos ya estaban apoderados del extremo derecho. Eran doce haciendo una barrera impenetrable y temible, sus camuflados ya infundían temor, pero lo que mas nos daba miedo era observar su represivo armamento.

Alrededor de un minuto nadie dijo nada. Nosotros nos encontrábamos en estado vegetativo. Esa silenciosa imperturbabilidad fue violentada por la misma voz que nos incitara a pasar--bueno jovencitos, ustedes han sido invitados aquí para algo muy sencillo, para una cosa que seguramente hacen a diario--tragó algo de saliva y siguió--hoy pues, vamos a jugar un partido—acto seguido dio una orden—haber Mendoza páseme el costal—si mi mayor—contestó Mendoza, haciendo gala de súbdito—con el costal en su poder, el mayor hurgó en el interior con sus manos y con una cara sádica mostró el contenido—esto que observan ( levantaba como un trofeo y giraba, para que todos vieran) mis queridos amigos va a ser la pelota con la cual jugaremos el partido. La concurrencia palidecía, ahora sus masas corporales formaban un paño pálido alrededor del pequeño estadio. Nosotros apenas respirábamos.
-Pero como en todo juego hay unas reglas que cumplir este de seguro no va a ser la excepción—continuó hablando el mayor, y mientras extendía la mirada como una amenaza, seguía con su aclaración—hay entonces una sola regla y es la siguiente: si uno de ustedes se niega a patear la pelota si así, se le puede llamar a esto (mientras la miraba con desprecio), simplemente daré orden para que mis hombres comiencen a disparar indiscriminadamente al publico, y ustedes además, morirán.

El terror se apoderó de cada uno de nosotros; el mayor, era, en esos momentos el máximo exponente de lo escabroso, ¿cómo es posible que pueda existir alguien tan macabro?—era la pregunta que yo me hacía bajo la gran excitación. Por lo menos el pavor me daba para, inquirir algo.

Por otro lado, han pasado los años, ya no me avergüenza admitir que solo por esa vez no hubiese querido estar en los zapatos de mi amigo J. P.
Porque tan pronto el mayor terminó de dictar sus reglas, lanzó a J. la cabeza deforme que serviría de pelota para el partido, algún cuerpo humano habían dejado acéfalo, para infundir temor. Una vez J. P. observó la trayectoria de la cabeza centellante de sangre, cerró los ojos, y en un impulso de rabia, miedo e impotencia, le dio una fuerte patada encestándola en la maya de la portería contraria. Luego cayó de rodillas.
Ese sería el gol jamás celebrado por él. Al día siguiente encontrarían el cuerpo sin cabeza de su padre.