martes, 31 de mayo de 2011

A MI AMIGO J.P

Las continuas discusiones acerca de quién era el mejor, hacían que el banco de madera situado en la esquina de la cancha temblara con cada una de nuestras exaltaciones-el mejor sin duda alguna decía J. P- fue el “negro” Pelé. Algunos asentían con la cabeza, otros simplemente reprobaban girando el índice como la aguja de un velocímetro. Mientras tanto yo; me paraba y dejaba bien clara mi posición, y decía como quien tiene algún tipo de autoridad-para mi el más genial fue Maradona- ¡pero tiene vicios¡ gritaban la mayoría en coro--precisamente eso fue lo que lo hizo más genial--argüía yo de nuevo. Y sin discutir lo último todos nos apresurábamos a la cancha para dividir los equipos.
J. P y yo organizábamos las respectivas selecciones. Existía entre nosotros dos una especie de rivalidad, que se agudizaba cuando los dos bandos seleccionados tomaban sus debidas posiciones. Yo me dirigía a la portería y J. P tomaba la pelota para mostrármela como una amenaza o una sentencia de gol que a veces resultaba imposible cumplir y cuando se cumplía J. P celebraba la hazaña con gritos de júbilo y volteretas sobre su propio tronco.

Por fin la pelota comenzaba a rodar-pásala joche, que estoy en posición de gol-gritaba J. P. Pero joche quedaba tendido en el piso con un ataque de risa-- joche que te pasa--todos repetían al unísono--miren nada mas como queda esta pelota después de patearla--decía él, mientras nos la enseñaba--jajaja parece un huevo-gritaba el negrito después de una carcajada, luego de una pequeña pausa continuaba--una pelota de ese estúpido juego gringo--sí, es cierto--se escuchaba una vocecilla ausente.

Al decir verdad la pelota era un tanto particular, a veces se tornaba ovoide, otras veces parecía un útero, y entre más recibía patadas el cúmulo de figuras aumentaban. Pero todo tenía una sana explicación: dicha pelota había sido construida con los retazos de tela que sobraban en el taller de don Vicente Contreras, el sastre del pueblo. El procedimiento era simple. Tomábamos los retazos y hacíamos una especie de envoltorio, que depositábamos al final en alguna media desahuciada. Ese improvisado balón resistiría por lo menos cinco partidos de toda una tarde.

Al día siguiente la rutina sería exactamente la misma.

Pero todo cambió repentinamente aquella tarde del catorce de Julio de 1999. Cuando llegamos a la cancha y encontramos al pueblo reunido como observando un partido, y sus cuerpos alineados marcaban precisamente los limites del campo de juego, todos estaban estáticos con los ojos en un punto fijo--que pasen los señores--se escuchó una voz de mando, que brotaba del interior de la cancha. No pude evitar el temblor en mis piernas, todos con una mirada lánguida y pasos torpes nos dirigimos hacia el interior, por una abertura que el grupo de espectadores había hecho para permitirnos el paso…

Una vez dentro, nos mandaron acomodar en el lado izquierdo de la raya que marca el centro, mientras ellos ya estaban apoderados del extremo derecho. Eran doce haciendo una barrera impenetrable y temible, sus camuflados ya infundían temor, pero lo que mas nos daba miedo era observar su represivo armamento.

Alrededor de un minuto nadie dijo nada. Nosotros nos encontrábamos en estado vegetativo. Esa silenciosa imperturbabilidad fue violentada por la misma voz que nos incitara a pasar--bueno jovencitos, ustedes han sido invitados aquí para algo muy sencillo, para una cosa que seguramente hacen a diario--tragó algo de saliva y siguió--hoy pues, vamos a jugar un partido—acto seguido dio una orden—haber Mendoza páseme el costal—si mi mayor—contestó Mendoza, haciendo gala de súbdito—con el costal en su poder, el mayor hurgó en el interior con sus manos y con una cara sádica mostró el contenido—esto que observan ( levantaba como un trofeo y giraba, para que todos vieran) mis queridos amigos va a ser la pelota con la cual jugaremos el partido. La concurrencia palidecía, ahora sus masas corporales formaban un paño pálido alrededor del pequeño estadio. Nosotros apenas respirábamos.
-Pero como en todo juego hay unas reglas que cumplir este de seguro no va a ser la excepción—continuó hablando el mayor, y mientras extendía la mirada como una amenaza, seguía con su aclaración—hay entonces una sola regla y es la siguiente: si uno de ustedes se niega a patear la pelota si así, se le puede llamar a esto (mientras la miraba con desprecio), simplemente daré orden para que mis hombres comiencen a disparar indiscriminadamente al publico, y ustedes además, morirán.

El terror se apoderó de cada uno de nosotros; el mayor, era, en esos momentos el máximo exponente de lo escabroso, ¿cómo es posible que pueda existir alguien tan macabro?—era la pregunta que yo me hacía bajo la gran excitación. Por lo menos el pavor me daba para, inquirir algo.

Por otro lado, han pasado los años, ya no me avergüenza admitir que solo por esa vez no hubiese querido estar en los zapatos de mi amigo J. P.
Porque tan pronto el mayor terminó de dictar sus reglas, lanzó a J. la cabeza deforme que serviría de pelota para el partido, algún cuerpo humano habían dejado acéfalo, para infundir temor. Una vez J. P. observó la trayectoria de la cabeza centellante de sangre, cerró los ojos, y en un impulso de rabia, miedo e impotencia, le dio una fuerte patada encestándola en la maya de la portería contraria. Luego cayó de rodillas.
Ese sería el gol jamás celebrado por él. Al día siguiente encontrarían el cuerpo sin cabeza de su padre.

viernes, 26 de febrero de 2010

PACTO CON EL DIABLO

¿Qué por qué le vendí el alma al diablo? ese era el interrogante con el cual me abordaban todos los habitantes del pueblo, excepto mi madre. Yo le daba poca importancia a la pregunta, ni siquiera la respondía. Bueno solo le di respuesta al “viejo mingo”. El era el único que podía comprenderme, me dijo además que en la historia de San Benito como se llama mi pueblo, habían existido muchas personas que también se vendieron a Satanás, y que por ello se libraron de esa maldición de ser pobres. Me contó por ejemplo la historia del viejo Rafael María, me relató de él, que tenía un chorrete de hijos, y que los alimentaba acosta de pilarle arroz a Pascual Mendoza. Antes que cantara el “pitirri” el pilón de pascual ya estaba madrugado ahogando con su eco el chirriar de las cigarras. Pero desde que Rafael hizo el pacto, las cosas se revirtieron. Ahora Pascual Mendoza, le da de comer a los puercos y las gallinas de Rafael María, mientras que este se ventea del calor con su sombrero vueltiao, y le sopla los mocos a “juancho” el último hijo que le parió Juana Inés, su mujer. Que por qué le vendí el alma al diablo, le dije al viejo mingo mientras que mis ojos se clavaban en su rostro arrugado. no me molesté en aclararle el motivo del comercio de mi alma porque realmente el era, la única persona sabia del pueblo, no tenía pelos blancos a pesar de su longevidad porque era descendiente directo de una tribu Zenú, pero yo seguía pensando que era un sabio, porque ahora en el ocaso de sus años estaba en la “miseria”, solo tenía un quintal de tabacos que doblaba y redoblaba como por mecánica, pero el brillo en su mirada no añoraba del pasado, lo esencial de la existencia. Le dije que esa mañana del comercio de mi intangible alma me levanté un poco parsimonioso, estaba además cansado de los seres humanos, todos sin excepción me causaban repugnancia- y tu novia- me interrumpió el anciano -¿la amas? Volvió a preguntarme, le dije que en ocasiones la amaba, que todo dependía del coito, ¿del coito?-insistió- agaché la mirada, y le dije si….cuando el coito se prolonga 15 minutos, ese mismo lapso demoro amándola. Entonces tosió y escupió un gargajo verde, que arrojó al lado del perro sarnoso que dormía contiguo a las cenizas frías del fogón. Tal vez se sintió reflejado en mi alusión y me cambió el tema, con cierta violencia. Me miró de nuevo, y siguió su interrogatorio- que pasa con tu madre, tampoco la quieres-no se- le dije-pues mi padre la trataba muy mal y ella se separó de él-continué-pero fue con justa razón-arremetió el anciano -si, lo que yo no veo tan justo es que le haya buscado un reemplazo que la subyugue aún más, como si fuera un vicio de las féminas el vivir sometidas… Ya nada me interesa- seguí justificando mi acción ante el viejo “mingo”, me da lo mismo vivir en el infierno que en el cielo, además la tierra es un infierno mientras se vive en ella, y la adornan demonios humanos. Después de un largo rato de disertación el sabio acomodó el cintillo de sus abarcas un poco mas encima de su talón, luego dio fuego al tabaco ajustado en sus labios y emprendió el camino. Talvez el trayecto le daría para encender otro tabaco. Acto seguido me dirigí hacía mi finca que quedaba en lo lejos, en donde los seres humanos escasamente podrían llegar. Aunque cada seis meses, uno de ellos arribaba hasta mi posada: el padre José. Desde que se enteró de todo se había dado a la ridícula tarea de ganar mi alma para el Cielo. Su visita me era indiferente, por cierto allí estaba como siempre con su barba sebosa, recostado en el horcón de mí cocina. Me causó asco verlo, lo saludé con parquedad. Y me dispuse entonces a escuchar los intentos del padre para convencerme de ganar los tesoros celestiales. Fue enfático a la hora de lanzarme su primera pregunta: ¿Dios te interesa?-es solo un sentimental pretexto, para sentirnos más humanos y como no me interesa ser humano, en efecto Dios tampoco.-mi respuesta le creó una leve desazón en la garganta. Por lo regular siempre comenzaba su catequesis con esa pregunta - ¿existe algo que te importe en la vida? Prosiguió con el examen un poco irritado el presbítero. Después que mi mirada se perdió en el horizonte, le dije que si, que me fascinaba sentir los primeros aguaceros de agosto y aspirar el olor a tierra mojada, que me gustaba de igual forma capturar el aroma del Jazmín en las noches de luna. Se sorprendió, y murmuró para sus adentros. ¿Tienes algo mas que agregar? fue su última pregunta; le dije que si-cuéntame- me habló ansiosamente-en la cláusula 606 del parágrafo 666, del inciso tres del documento sobre el cual firmé dicho pacto con el Diablo, dice que debo tenerle un cordero cebado, macho de un año, cada seis meses, que él mismo a las 6 de la tarde cuando el gallo sin cabeza cante en el tronco de coco. Pasará por el animal- ¿le has cumplido? – me interrumpió el sacerdote- si –le contesté- y ¿le has visto la cara? Volvió a inquirir--le dije que si pero que siempre traía una distinta—luego de una pausa, continué-hoy precisamente vendrá por su cordero. El sacerdote se fue, con pasos entrecortados. Desde aquel día no lo he vuelto a ver, tampoco hago mayor esfuerzo para toparme con su presencia. Se de antemano lo mucho que comentan las personas de mi, pero nada es cierto solo especulan como siempre lo han hecho por años sin términos, se que piensan que vendí mi alma para obtener dinero, pero en realidad se equivocan. El dinero no me interesa en absoluto porque ni siquiera compro, tengo todo lo que necesito para vivir en mi modesta finca. Siembro yuca, arroz, pesco en el rió y cazo, liebres, venados y una que otra ave. Con el dinero que me paga Satanás hago fogatas por las noches oscuras, no crean que es un capricho ostentoso. Pues la fogata me libra de tener la conciencia de un asesino, porque, sin con el dinero compro, tributo impuestos, mas con el setenta por ciento de ellos se apoya la guerra. En consecuencia todos son asesinos potenciales. Por lo tanto los del pueblo no tienen ninguna autoridad moral para criticarme. Por eso detesto sus lúgubres presencias, odio por igual su hipocresía en los templos, sus falsas demostraciones de afecto. Algún día terminaran ellos mismos con sus banales existencias, y el planeta que aunque no tiene la culpa desaparecerá del orbe, por una raza destructora. Pero estoy seguro que cuando todo lo que he vaticinado suceda, los veré a todos ustedes en el infierno...

EL PAIS DE LOS CICLOPES




Eran por demás los habitantes de ese País un tanto particulares. Podría decirse que eran una especie de cíclopes, pero con dos exiguas diferencias: poseían una minúscula estatura, y el ojo no lo tenían en la frente sino en la parte posterior justamente donde acaba el coxis; por eso su visión del mundo y de las cosas era sombría y borrosa y los juicios que emitían de los acontecimientos se resumían en física mierda…

lunes, 9 de marzo de 2009

MADELEINE

Desde siempre, aún en mis primeros días de nacido comencé a experimentar un trato fuera de lo normal por parte de las mujeres. Ellas se acercaban a mi cuna me daban besos en la boca, me acariciaban las mejillas y masajeaban mi pipilin que no vacilaba en erguirse como las manecillas del reloj, cuando se marcan las doce y treinta.
Por cosas de la vida mi madre no tenía leche en sus mamas, por lo cual me contrataron una nodriza, -ella si tenia los pechos ubérrimos- sin ser exagerado, podía alimentar a doce bebés somalíes.
Recuerdo perfectamente como se moría de placer al introducir su pezón en mi minúscula boca, y yo de algún modo sentía el mismo deleite, por eso me fascinaba embridarme con la lactosa que bajaba a torrentes de sus protuberancias parecidas a las gigas de un camello.
Recuerdo que esa fue mi primera ilusión, y me dolió cuando a los dos años me tocó hacer la ruptura con aquella complaciente mujer, pues ya sus pechos estaban tan escurridos que brotaban de ellos una especie de calostro con un sabor poco agradable. Pensé entonces, reemplazarla con otros objetos, pero ninguno de ellos se parecía a aquel que me producía tanto placer. En mi búsqueda desesperado, me llevaba a la boca cualquier cantidad de juguetes y cosas. Saboree mis carritos de caravana, la colección de canicas de mi hermano, la crema para el cutis de mi madre, la pelotita inflable de la piscina y hasta el bastón de mi abuelita. Aun hoy extraño a Madeleine, y aunque hayan pasado desde esa vez por mi vida un número infinito de mujeres, que en estos momentos no recuerdo cuantas, tampoco sus nombres, ella ocupa gran parte de mis pensamientos, se ha convertido en ese amor arcaico que en mi no a evolucionado y que permanece petrificado en algún espacio de mis sentimientos.

Te van a matar me dijo un día mi tía Marquesa mientras me señalaba con su dedo índice encorvado por la artritis; pero al percatarse que yo hacia oídos sordos a su advertencia, frunció el seño, recostó su taburete al orcón de la casa de bareque, se sentó, cruzó las piernas y se dispuso a terminar el sombrero vueltito que le había encargado don Agustín Correa hacía ya tres meses.
Según las malas lenguas del pueblo-que eran todas-don Agustín, dueño de la hacienda mas grande de la región, del puente que atravesaba el río San Jorge, de la lancha “los pesares” y del sombrero vueltiao que tejía mi tía; tranzó a Miguelito Amaya el pescador, para sacarlo de apuros, con una cantidad de dinero que quizá nunca tendría para pagarle. Pero como- don “tin” era tan bueno- decía Miguelito, le había puesto como única condición de pago la virginidad de Rosa María, tan pronto ajustara los quince años de edad. Rosita como le llamaban cariñosamente en el pueblo, era el personaje más hermoso que habían contemplado mis ojos desde que me vine de la fría capital (en donde culminé mis estudios filosóficos) para internarme en esta región del Caribe, que aún permanecía unida al departamento de Bolívar. La belleza de la joven dejaba fascinado a todo el que tuviera la osadía de mirarla; Cualquiera se perdía en lo miel de sus ojos, en el rojo lirio de sus labios, en el aroma que desprendía su pelo capaz de seducir como la fragancia del Jazmín que se expande por la noche, o en la armonía calculada por el mismo dios, de su cuerpo y de su cara.

En la región Sabanera sub-región del Caribe en donde acontece esta historia, se subastaban a las beldades que aún eran vírgenes, para que cualquier maldito hacendado se posesionara como mejor postor. Mas ni todos los tesoros del mundo, ni aún el precio de la sabiduría, podrían pagar aquella hermosura que obnubilaba el rostro de cualquier transeúnte desprevenido; si hasta las libélulas regocijadas por el sol de Abril demarcaban una especie de aureola sobre la cabeza de rosita, y cuando ella caminaba por el pasto seco los saltamontes en una especie de romería con pitos y trompetas trazaban las sendas de sus pasos, cual banda papayera en una fiesta patronal.

Todos los Viernes significaban para mi lo que los Domingos a los buenos cristianos, porque ella al morir el sol acudía fielmente a la clase de filosofía que yo le impartía bajo la brisa suave que al moverse producían los robles jóvenes del patio de mi casa. El mundo suprasensible cartesiano y las ideas de Platón eran para ella su único delirio. Mientras yo, estupefacto por su majestuosidad solo podía contemplarla inerme, dispuesto a ser fusilado por mero hecho de observarla.

No niego mis andanzas con todas las bellas mujeres de la comarca, talvez por eso me gané tan merecida fama, y se de antemano que no me entenderían si digo que mis relaciones con ellas eran solo la búsqueda ansiosa del romance descrito en los primeros renglones de esta narración. En mi larga lista figura la hija y la esposa del mas grande terrateniente del caribe, la muchacha del servicio de la casa cural la cual compartía sus afectos con el cura y con migo, las hermanas Pérez, la profesora Gloria, Norma Libia la dueña de la caseta, Consuelo la hija de Pedro Reinosa el gallero, entre otras. Consecuencia de esto era el gran temor experimentado por Miguelito, al enterarse de la estrecha amistad existente entre su hija y yo. No era para menos, estaba en juego su palabra y por ende su honor, que muy seguramente quedarían por el suelo si se llegara a enterar la persona más importante del pueblo: don Agustín Correa, dueño de la hacienda mas grande de la región, del puente que atravesaba el río San Jorge, de la lancha los pesares y del sombrero vueltiao tejido por mi tía.
Ay! Donde lleguen estos rumores a oídos de don Agustín,- pensaba Miguelito en sus adentros mientras hacía la siesta acostado en su hamaca de chinchorro, guindada de los troncos de dos totumos sembrados estratégicamente para dicho oficio-seguramente me manda a matar, y de paso también a ella por haber perdido el honor reservado para él-pero es mejor la muerte de un desdichado aventurero que afrontar una tragedia en una familia noble-un camaleón que lo escuchaba se ruborizó. Entonces con tan macabra idea en su cabeza se dirigió al abandonado cuarto de los “checheres”, abrió el viejo baúl nacarado lleno de telarañas el cual produjo un chillido con sus bisagras oxidadas y despertó a la vieja rata que dormía en el alero del extremo derecho de su casa. luego inclinó un poco su cintura, que musitó casi pero con menor decibel el mismo sonido producido por la bisagra. apartó ansioso una serie de objetos que impedían el paso de sus callosas manos y muy en el fondo encontró el objeto que con imperiosa ansiedad buscaba. Lo tomó y regresó a su postura inicial; con él en ambas manos, agachó su cabeza cuarenta grados y lo contempló trémulo mientras su rostro enlanguidecía.

Dos días después, era el Viernes ocho de Marzo de 1965, y la tarde sabanera de ese verano extrañamente estaba nublada, las golondrinas no hicieron su acostumbrado ritual veranero, y cuando asomó la noche era oscura como nunca pero iluminada en cada fracción de segundos por los relámpagos paridos por la tempestad, la brisa era tan fuerte, que las casas de bareque con sus añejas paredes construidas con una mezcla de lodo y mierda de vacas, burros y caballos, se sostenían apenas por acto heroico.
Ya eran dos los motivos por los que nadie se atrevía a salir de sus casas: la agresiva tempestad y el asesino toro candelillo, el cual deambulaba por las calles del pueblo sin que nadie lo encerrara, por el miedo que infundía. El viejo Mingo me contaba en unas de sus acostumbradas tertulias, que una noche por accidente se encontró de frente con la fiera, y cuando observó el color rojo de sus ojos endemoniados, se percató de inmediato que la bestia no estaba dispuesta a atacar y extrañamente le había perdonado la vida: la conclusión a la cual llegó el anciano después de observar la actitud indulgente del asesino empedernido y causante de la muerte de siete personas en una sola tarde de toros en corraleja, era la siguiente: el animal era el producto de un pacto que algún desjuiciado había hecho con el diablo, para que atravesara con sus astas afiladas a todo el que demostrara apego por la vida-fue este el motivo por el cual él no me atacó, pues los viejos ya no tememos a la muerte tememos a la soledad.

Los perros, esa tétrica noche aullaban desesperados y el estrépito de los truenos alimentaba su cólera, pero en medio del absorbente ruido, algo de repente se escuchó con claridad. Era un tiro y seguido todo se quedó en silencio, esa ausencia de sonidos se prolongó alrededor de un minuto, pero a la vez eterno, el silencio fue roto por un clamor desesperado y súplica agonizante, venido precisamente de la habitación contigua en la que yo me encontraba durmiendo, desesperado entonces, emprendí la carrera hacia el lugar y en el impulso tropecé con la bacinilla atestada de orines que atravesaba mi tía marquesa en medio de la sala para alejar a las culebras. Una vez al frente de la habitación empujé la puerta de una patada, y al observar la nefasta escena caí de rodillas con los ojos arrasados en lágrimas; Rosa María aún con un halito de vida me miró e intentó comunicarme algo, pero en el preciso instante una cortina de nube blanca se apoderó de sus ojos y espiró: cesó la tempestad, el gallo grisáceo cantó tres veces y el ave de mal agüero que posaba en la vieja Ceiba murió de infarto.

La fuerte tormenta impidió que ese viernes después de recibir la clase de filosofía ella fuese a dormir a su casa, entonces decidió quedarse. Su padre pescaría toda la noche y no regresaba hasta el día siguiente, por lo tanto no habían demasiados inconvenientes. En un gesto de cortesía le ofrecí mi cama un poco más confortable que el único catre disponible para dormir y en el cual yo me acomodé como pude.
Después de relatarle la historia, del controversial amor del filosofo Abelardo con Eloisa, sus bellos ojos se cerraron cuando sus parpados pesados por el sueño los sepultó por completo. Maté dos molestos mosquitos que pululaban por el cuarto y podían perturbar el sueño de la doncella.

Mi humilde pieza poseía un agujero que le servía de ventilación y por el cual siempre en cada luna llena, yo me detenía largas horas extasiado contemplando la luna, como un enamorado que no cree en el infortunio. Ese mismo orificio también había sido calculado y meticulosamente estudiado por el certero asesino, el cual pretendiendo acabar con mi vida, apuntó precisamente en dirección de mi cama, soltó la ráfaga de su escopeta y mancilló la vida de ese capullo de flor que se habría al mundo envuelto en pétalos dorados.

Luego de haber hecho las investigaciones pertinentes y de comprobar mi inocencia Miguelito también puso en uso el treinta y ocho aniquilado que había sacado del viejo baúl nacarado, y de un fulminante disparo desapareció de la faz al asesino de su hija. Fue así como se desplomó el obeso cuerpo de don agustín, mientras cotizaba con una propuesta exigua los predios de la viuda Carmenza. Según decián las malas lenguas del pueblo él había mandado matar su esposo-porque es mejor negociar con la debilidad de una mujer dolida-. La viuda como ya había recibido su paga testificó bajo juramento lo siguiente: “yo Carmenza viuda de Arismendi vi cuando dos tipos salidos de la nada le dispararon y emprendieron la huida con la bolsa repleta de dinero, escapando por el mismo sitio de donde salieron ”.

Los perros husmearon el cadáver y por un tiempo se les perdió el sentido del olfato.

Desde la muerte de rosita ya nada era igual en el pueblo, ni los ocasos brillaban lo mismo, y encima de la tierra que cubre su lápida, se muestra erguido y orgulloso un lirio rojo similar a sus labios y cada nueve de septiembre cuando se conmemora su muerte él emerge furioso como retando al sol.

Desde entonces yo también observo en la cabecera de mi cama un hermoso espectro híbrido de Rosa María y Madeleine, aflorando una sonrisa coqueta

domingo, 5 de octubre de 2008

EL CADÁVER

El cuerpo desnudo de la mujer asesinada estaba tendido en la mesa del anfiteatro. Antes de proceder a la necropsia, el médico pasó la mano sobre el promontorio velludo y carnoso, y dirigiéndose a sus alumnos dijo: es una lástima. Morir tan joven cuando tenía tanto que brindarle a la humanidad. El cadáver se ruborizó y cambió de posición.
cuento corto por: Roberto Montes

jueves, 2 de octubre de 2008

SAN BENITO

Mi nombre es Juan mi apellido Cadena, nací en San Benito, este es un municipio ubicado en algún punto del departamento de Sucre.
A veces me resulta un poco difícil describir lo hermoso de mi terruño, pero voy a hacer el intento, porque sería un acto egoísta dejar en la inopia semejante belleza. Son tantas las cosas que me unen a ese pueblo que no me alcanzaría el resto de la vida para describirlas; allí por ejemplo, la vieja Luisa, la única partera de la comarca, cercenó de mi vientre la tripa del ombligo y la sepultó al lado del coco, que está sembrado en la esquina izquierda del patio de mi casa, por eso cada vez que voy, consumo el agua de un coco verde y me embriago en una especie de ritual.
En el parque central danzan los recuerdos de aquel beso que le hurté a María, ella fue el primer amor que se enredó en mis brazos. Inventamos tantas estrategias, para que su tía no descubriera nuestro pequeño romance. Recuerdo por cierto, una vez, poseído por la desesperación al no poder comunicarme con ella, capturé una luciérnaga, le amputé la cola y con el neón que extraje de la victima le escribí un te quiero gigante en una hoja, para que así María, leyera el mensaje en las tinieblas de su cuarto sin que nadie se enterara.
Me gustaba mucho bañarme con los primeros aguaceros de Agosto y aunque mi casa se inundaba, yo era feliz viendo bajar del cielo peq ueños peces de colores, que caían inmortales, para que mis vecinos y yo jugáramos con ellos.
San Benito fue sin duda alguna por aquellos tiempos, un pequeño estado perfecto y un remanso de paz, y digo-por aquellos tiempos-porque poco después de mi partida, mis conciudadanos eligieron alcalde, y ahora todos se encuentran en prisión: “se les acusa de matar el tiempo”
Por: Jhonny polo

lunes, 29 de septiembre de 2008

LA LIBELULA







Cuando la vi. ya no pude parar, y ese instinto de furia animal, que en los hombres ayuda a perpetuar los hechos vandálicos me empujó al acto que nunca consumé.

Me detuve extasiado contemplando sus ojos que reflejaban, todo un mundo de inocencia y ternura. Me perdí en su mirada hipnotizante “como un enamorado que no cree en el infortunio” enfundé de nuevo el puñal de sarcasmos que había desenfundado para atacarla.

Entonces me dispuse a comprender la escena, que se abría espacio delante de mis ojos. ¿Quién lo creyera? Yo que hasta ayer había sido el más satírico de los seres, hoy estaba embullido en una nebulosa de sueños nobles; toda mi historia se había cambiado en cuestión de segundos: ¿Qué me había pasado? ¿Será que en mis crímenes anteriores nunca había contemplado la victima, a los ojos? ¿y? si es así, ¿será que los crímenes y las guerras, lejos de ser una ceguera racional, son la ausencia de una mínima contemplación al otro?. Lo cierto es que yo estaba transformado y me había dispuesto a metamorfizar el mundo, para hacerlo totalmente distinto. Donde no haya lugar para los genocidios, las guerras estupidas y los crímenes sin tregua.

En mi intento por cambiar la realidad global, comencé transformando la mía, desde la mirada de ella: por lo menos era un buen principio, y, si fracasaba en mis intenciones, me quedaba el consuelo de mi mundo distinto.

Volví la mirada hacía ella para contemplar de nuevo sus ojos pero, ya se había marchado

Así son las libélulas llegan con cada verano a transformar a los hombres que las miren a los ojos y se van con las primeras lluvias.


Por: Jhonny polo