lunes, 9 de marzo de 2009

MADELEINE

Desde siempre, aún en mis primeros días de nacido comencé a experimentar un trato fuera de lo normal por parte de las mujeres. Ellas se acercaban a mi cuna me daban besos en la boca, me acariciaban las mejillas y masajeaban mi pipilin que no vacilaba en erguirse como las manecillas del reloj, cuando se marcan las doce y treinta.
Por cosas de la vida mi madre no tenía leche en sus mamas, por lo cual me contrataron una nodriza, -ella si tenia los pechos ubérrimos- sin ser exagerado, podía alimentar a doce bebés somalíes.
Recuerdo perfectamente como se moría de placer al introducir su pezón en mi minúscula boca, y yo de algún modo sentía el mismo deleite, por eso me fascinaba embridarme con la lactosa que bajaba a torrentes de sus protuberancias parecidas a las gigas de un camello.
Recuerdo que esa fue mi primera ilusión, y me dolió cuando a los dos años me tocó hacer la ruptura con aquella complaciente mujer, pues ya sus pechos estaban tan escurridos que brotaban de ellos una especie de calostro con un sabor poco agradable. Pensé entonces, reemplazarla con otros objetos, pero ninguno de ellos se parecía a aquel que me producía tanto placer. En mi búsqueda desesperado, me llevaba a la boca cualquier cantidad de juguetes y cosas. Saboree mis carritos de caravana, la colección de canicas de mi hermano, la crema para el cutis de mi madre, la pelotita inflable de la piscina y hasta el bastón de mi abuelita. Aun hoy extraño a Madeleine, y aunque hayan pasado desde esa vez por mi vida un número infinito de mujeres, que en estos momentos no recuerdo cuantas, tampoco sus nombres, ella ocupa gran parte de mis pensamientos, se ha convertido en ese amor arcaico que en mi no a evolucionado y que permanece petrificado en algún espacio de mis sentimientos.

Te van a matar me dijo un día mi tía Marquesa mientras me señalaba con su dedo índice encorvado por la artritis; pero al percatarse que yo hacia oídos sordos a su advertencia, frunció el seño, recostó su taburete al orcón de la casa de bareque, se sentó, cruzó las piernas y se dispuso a terminar el sombrero vueltito que le había encargado don Agustín Correa hacía ya tres meses.
Según las malas lenguas del pueblo-que eran todas-don Agustín, dueño de la hacienda mas grande de la región, del puente que atravesaba el río San Jorge, de la lancha “los pesares” y del sombrero vueltiao que tejía mi tía; tranzó a Miguelito Amaya el pescador, para sacarlo de apuros, con una cantidad de dinero que quizá nunca tendría para pagarle. Pero como- don “tin” era tan bueno- decía Miguelito, le había puesto como única condición de pago la virginidad de Rosa María, tan pronto ajustara los quince años de edad. Rosita como le llamaban cariñosamente en el pueblo, era el personaje más hermoso que habían contemplado mis ojos desde que me vine de la fría capital (en donde culminé mis estudios filosóficos) para internarme en esta región del Caribe, que aún permanecía unida al departamento de Bolívar. La belleza de la joven dejaba fascinado a todo el que tuviera la osadía de mirarla; Cualquiera se perdía en lo miel de sus ojos, en el rojo lirio de sus labios, en el aroma que desprendía su pelo capaz de seducir como la fragancia del Jazmín que se expande por la noche, o en la armonía calculada por el mismo dios, de su cuerpo y de su cara.

En la región Sabanera sub-región del Caribe en donde acontece esta historia, se subastaban a las beldades que aún eran vírgenes, para que cualquier maldito hacendado se posesionara como mejor postor. Mas ni todos los tesoros del mundo, ni aún el precio de la sabiduría, podrían pagar aquella hermosura que obnubilaba el rostro de cualquier transeúnte desprevenido; si hasta las libélulas regocijadas por el sol de Abril demarcaban una especie de aureola sobre la cabeza de rosita, y cuando ella caminaba por el pasto seco los saltamontes en una especie de romería con pitos y trompetas trazaban las sendas de sus pasos, cual banda papayera en una fiesta patronal.

Todos los Viernes significaban para mi lo que los Domingos a los buenos cristianos, porque ella al morir el sol acudía fielmente a la clase de filosofía que yo le impartía bajo la brisa suave que al moverse producían los robles jóvenes del patio de mi casa. El mundo suprasensible cartesiano y las ideas de Platón eran para ella su único delirio. Mientras yo, estupefacto por su majestuosidad solo podía contemplarla inerme, dispuesto a ser fusilado por mero hecho de observarla.

No niego mis andanzas con todas las bellas mujeres de la comarca, talvez por eso me gané tan merecida fama, y se de antemano que no me entenderían si digo que mis relaciones con ellas eran solo la búsqueda ansiosa del romance descrito en los primeros renglones de esta narración. En mi larga lista figura la hija y la esposa del mas grande terrateniente del caribe, la muchacha del servicio de la casa cural la cual compartía sus afectos con el cura y con migo, las hermanas Pérez, la profesora Gloria, Norma Libia la dueña de la caseta, Consuelo la hija de Pedro Reinosa el gallero, entre otras. Consecuencia de esto era el gran temor experimentado por Miguelito, al enterarse de la estrecha amistad existente entre su hija y yo. No era para menos, estaba en juego su palabra y por ende su honor, que muy seguramente quedarían por el suelo si se llegara a enterar la persona más importante del pueblo: don Agustín Correa, dueño de la hacienda mas grande de la región, del puente que atravesaba el río San Jorge, de la lancha los pesares y del sombrero vueltiao tejido por mi tía.
Ay! Donde lleguen estos rumores a oídos de don Agustín,- pensaba Miguelito en sus adentros mientras hacía la siesta acostado en su hamaca de chinchorro, guindada de los troncos de dos totumos sembrados estratégicamente para dicho oficio-seguramente me manda a matar, y de paso también a ella por haber perdido el honor reservado para él-pero es mejor la muerte de un desdichado aventurero que afrontar una tragedia en una familia noble-un camaleón que lo escuchaba se ruborizó. Entonces con tan macabra idea en su cabeza se dirigió al abandonado cuarto de los “checheres”, abrió el viejo baúl nacarado lleno de telarañas el cual produjo un chillido con sus bisagras oxidadas y despertó a la vieja rata que dormía en el alero del extremo derecho de su casa. luego inclinó un poco su cintura, que musitó casi pero con menor decibel el mismo sonido producido por la bisagra. apartó ansioso una serie de objetos que impedían el paso de sus callosas manos y muy en el fondo encontró el objeto que con imperiosa ansiedad buscaba. Lo tomó y regresó a su postura inicial; con él en ambas manos, agachó su cabeza cuarenta grados y lo contempló trémulo mientras su rostro enlanguidecía.

Dos días después, era el Viernes ocho de Marzo de 1965, y la tarde sabanera de ese verano extrañamente estaba nublada, las golondrinas no hicieron su acostumbrado ritual veranero, y cuando asomó la noche era oscura como nunca pero iluminada en cada fracción de segundos por los relámpagos paridos por la tempestad, la brisa era tan fuerte, que las casas de bareque con sus añejas paredes construidas con una mezcla de lodo y mierda de vacas, burros y caballos, se sostenían apenas por acto heroico.
Ya eran dos los motivos por los que nadie se atrevía a salir de sus casas: la agresiva tempestad y el asesino toro candelillo, el cual deambulaba por las calles del pueblo sin que nadie lo encerrara, por el miedo que infundía. El viejo Mingo me contaba en unas de sus acostumbradas tertulias, que una noche por accidente se encontró de frente con la fiera, y cuando observó el color rojo de sus ojos endemoniados, se percató de inmediato que la bestia no estaba dispuesta a atacar y extrañamente le había perdonado la vida: la conclusión a la cual llegó el anciano después de observar la actitud indulgente del asesino empedernido y causante de la muerte de siete personas en una sola tarde de toros en corraleja, era la siguiente: el animal era el producto de un pacto que algún desjuiciado había hecho con el diablo, para que atravesara con sus astas afiladas a todo el que demostrara apego por la vida-fue este el motivo por el cual él no me atacó, pues los viejos ya no tememos a la muerte tememos a la soledad.

Los perros, esa tétrica noche aullaban desesperados y el estrépito de los truenos alimentaba su cólera, pero en medio del absorbente ruido, algo de repente se escuchó con claridad. Era un tiro y seguido todo se quedó en silencio, esa ausencia de sonidos se prolongó alrededor de un minuto, pero a la vez eterno, el silencio fue roto por un clamor desesperado y súplica agonizante, venido precisamente de la habitación contigua en la que yo me encontraba durmiendo, desesperado entonces, emprendí la carrera hacia el lugar y en el impulso tropecé con la bacinilla atestada de orines que atravesaba mi tía marquesa en medio de la sala para alejar a las culebras. Una vez al frente de la habitación empujé la puerta de una patada, y al observar la nefasta escena caí de rodillas con los ojos arrasados en lágrimas; Rosa María aún con un halito de vida me miró e intentó comunicarme algo, pero en el preciso instante una cortina de nube blanca se apoderó de sus ojos y espiró: cesó la tempestad, el gallo grisáceo cantó tres veces y el ave de mal agüero que posaba en la vieja Ceiba murió de infarto.

La fuerte tormenta impidió que ese viernes después de recibir la clase de filosofía ella fuese a dormir a su casa, entonces decidió quedarse. Su padre pescaría toda la noche y no regresaba hasta el día siguiente, por lo tanto no habían demasiados inconvenientes. En un gesto de cortesía le ofrecí mi cama un poco más confortable que el único catre disponible para dormir y en el cual yo me acomodé como pude.
Después de relatarle la historia, del controversial amor del filosofo Abelardo con Eloisa, sus bellos ojos se cerraron cuando sus parpados pesados por el sueño los sepultó por completo. Maté dos molestos mosquitos que pululaban por el cuarto y podían perturbar el sueño de la doncella.

Mi humilde pieza poseía un agujero que le servía de ventilación y por el cual siempre en cada luna llena, yo me detenía largas horas extasiado contemplando la luna, como un enamorado que no cree en el infortunio. Ese mismo orificio también había sido calculado y meticulosamente estudiado por el certero asesino, el cual pretendiendo acabar con mi vida, apuntó precisamente en dirección de mi cama, soltó la ráfaga de su escopeta y mancilló la vida de ese capullo de flor que se habría al mundo envuelto en pétalos dorados.

Luego de haber hecho las investigaciones pertinentes y de comprobar mi inocencia Miguelito también puso en uso el treinta y ocho aniquilado que había sacado del viejo baúl nacarado, y de un fulminante disparo desapareció de la faz al asesino de su hija. Fue así como se desplomó el obeso cuerpo de don agustín, mientras cotizaba con una propuesta exigua los predios de la viuda Carmenza. Según decián las malas lenguas del pueblo él había mandado matar su esposo-porque es mejor negociar con la debilidad de una mujer dolida-. La viuda como ya había recibido su paga testificó bajo juramento lo siguiente: “yo Carmenza viuda de Arismendi vi cuando dos tipos salidos de la nada le dispararon y emprendieron la huida con la bolsa repleta de dinero, escapando por el mismo sitio de donde salieron ”.

Los perros husmearon el cadáver y por un tiempo se les perdió el sentido del olfato.

Desde la muerte de rosita ya nada era igual en el pueblo, ni los ocasos brillaban lo mismo, y encima de la tierra que cubre su lápida, se muestra erguido y orgulloso un lirio rojo similar a sus labios y cada nueve de septiembre cuando se conmemora su muerte él emerge furioso como retando al sol.

Desde entonces yo también observo en la cabecera de mi cama un hermoso espectro híbrido de Rosa María y Madeleine, aflorando una sonrisa coqueta

1 comentario:

albert dijo...

este es el primer cuento que me animé a escribir. Por lo regular siempre que vuelvo a tomar la pluma para escribir, rucuro a algunas de las figuras que allí aparecen...